Cuando siento la necesidad de escribir, recuerdo que tengo dentro, o debería tener, una tenia que, afortunadamente, no habita en mi intestino sino en mi mente. Dice Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista que este gigantesco gusano metafórico desde entonces fagocita todo lo que hacemos, recordamos, observamos, nos cuentan, leemos, imaginamos y sentimos; aquello que podría convertirse en materia apta para ser deformada en, con suerte y trabajo, una obra de ficción en la que incluso a nosotros mismos nos cueste reconocerla. Soy consciente de que esta vez la supuesta necesidad de escribir más bien me la he impuesto; llegó un momento en que era sencillo darse cuenta de que pronto tendríamos que tratar de dar sentido a más horas de lo acostumbrado.
Busco en mi memoria y doy con la historia del matemático francés Galois que me contaron en una asignatura de la carrera y, como he leído varias biografías hechas novela que me han gustado, ya tengo un objetivo; empiezo a seleccionar mis lecturas: una biografía escrita por Stephan Zweig del tenebroso político francés Joseph Fouché, una novela sobre Galois que escribió un ayudante de Einstein, artículos de prensa y revistas científicas, un ensayo, a mi juicio, bastante acertado, Galois: revolución y matemáticas, publicado por la editorial Nivola; incluso encuentro en YouTube una versión de Los miserables protagonizada por Anthony Perkins. Avanzo en la escritura, pero siento que estoy demasiado distanciado de esta historia (aunque en ella también tengamos una terrible epidemia, de cólera en este caso) y, como es difícil permanecer impasible ante lo que nos está sucediendo, retomo mi idea inicial de intentar escribir algo pertinente y actual, no puedo evitar echar un vistazo a El amor en los tiempos del cólera.
Los días se suceden. Estoy haciendo mucho más ejercicio físico del que solía, sigo trabajando (o teletrabajando) como si nada hubiese cambiado, veo series y películas, tengo la suerte de poder tomar el sol en el jardín. Todo es susceptible de convertirse en ficción, cualquier estructura narrativa (desde la de Pulp Fiction, no la había visto antes, a la de una serie coreana que nos tiene intrigados desde hace varios días; la que narra un amor imposible entre una multimillonaria surcoreana y un militar del Norte) me podría ser de ayuda. Hoy parece ser un día como cualquier otro: termino de teletrabajar, me pongo a leer un rato (me están gustando mucho El astillero, de Onetti, y la biografía escrita por el tenista Andre Agassi ayudado por un premio Pulitzer), a las ocho un vecino pondrá Resistiré a todo volumen, luego haré algo de ejercicio. Pero algo que no acabo de identificar me produce apatía, cierto malestar; quizá yo tampoco pueda soportar este encierro mucho más tiempo, pienso.
Mientras entreno suelo rebuscar por los archivos de Neil Young: una aplicación de móvil (también una web) en la que puedes escuchar todos los álbumes del músico canadiense en audio de alta resolución. Me desplazo por la línea del tiempo (dividido en años de publicación en este caso) y me decanto por Everybody’s Rockin’, quizá el único disco de Neil Young que nunca he escuchado y, a ojos de la crítica, el peor con diferencia. Enseguida la habitación en la que entreno tiene las paredes de un color más llamativo de la cuenta (como en una escena de Pulp Fiction), estamos en un diner; me apetece pedirme una hamburguesa doble y un batido de galletas Oreo, Betty Lou Got A New Pair Of Shoes ya no suena por el altavoz Bluetooth sino por un giradiscos. Cuando acaba el entrenamiento no me he comido ninguna hamburguesa y estoy agotado. Me tomo el batido (de proteínas) y me ducho. Me siento bien. Además hoy toca ver el último capítulo de la serie coreana. Entro en Netflix, firmo el pacto de ficción y ya sólo me preocupa el destino de Yoon Se-ri y el Capitán Ri.
Deja un comentario